Por estar contigo

Blog personal de José Alfonso Pérez Martínez

"Estas líneas escribo,
únicamente por estar contigo"
(Luis Cernuda)

viernes, 29 de diciembre de 2017

Libros destacados



LIBROS DESTACADOS (NOVIEMBRE Y DICIEMBRE)

-Desolada grandeza, de José María Álvarez (inclasificable)
-Howard el pato, de Steve Gerber, Frank Brunner, John Buscema y Gene Colan (cómic)
-Bola negra. Cómic de Liniers, basado en el relato homónimo de Mario Bellatín
-Las anécdotas del humor, de Fernando Vizcaíno Casas (anécdotas, semblanzas)
-Si tocamos la tierra, de Aurora Saura (poesía)
-Vikingos: deidad, de Cavan Scott y Staz Johnson (cómic)
-La hipótesis Saint-Germain, de Manuel Moyano (narrativa)
-Vikingos: rebelión, de Cavan Scott y Daniel Indro (cómic)
-Borges, el laberinto infinito, de Nicolás Castell y Óscar Pantoja (cómic)
-Renacida, de Mark Millar y Greg Capullo (cómic)
-Paraísos y mundos, de Felipe Benítez Reyes (poesía)


LIBROS DESTACADOS 2017
A lo largo del año leí completos 102 libros, estos son los que más recomiendo:

-La música de Marie, de Usamaru Furuya (cómic)
-La nueva frontera, de Darwyn Cooke y Dave Stewart (cómic)
-Relatos de los mares del sur, de Jack London (narrativa)
-Vidas imaginarias, de Marcel Schwob (narrativa)
-Cuentos de los mares del sur, de R.L. Stevenson (narrativa)
-Pioneros españoles en el lejano oeste, de Mercedes Junquera de Flys (ensayo-narrativa)
-La edad de oro de la piratería, de Hugh F. Rankin (ensayo)
-La hipótesis Saint-Germain, de Manuel Moyano (narrativa)


viernes, 22 de diciembre de 2017

Un cuento de Jorge Luis Borges



En un día como éste, en que como cada año se celebra el sorteo de Navidad de Lotería Nacional, resulta apropiado recordar este cuento del maestro argentino.



LA LOTERÍA EN BABILONIA


Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le falta el índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo: es el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de luna llena, me confiere poder sobre los hombres cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches sin luna deben obediencia a los Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un sótano, he yugulado ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban. He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los deleites, el pánico. Heráclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aun a la impostura.
 
Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto y secreto: la lotería. No he indagado su historia; sé que los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede saber de la luna el hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en ella como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón. Ahora, lejos de Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún asombro en la lotería y en las conjeturas blasfemas que en el crepúsculo murmuran los hombres velados.

 Mi padre refería que antiguamente —¿cuestión de siglos, de años?— la lotería en Babilonia era un juego de carácter plebeyo. Refería (ignoro si con verdad) que los barberos despachaban por monedas de cobre rectángulos de hueso o de pergamino adornados de símbolos. En pleno día se verificaba un sorteo: los agraciados recibían, sin otra corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental, como ven ustedes.

Naturalmente, esas “loterías” fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas loterías venales comenzaron a perder el dinero. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de números favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos numerados corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces cuantiosa. Ese leve peligro (por cada treinta números favorables había un número aciago) despertó, como es natural, el interés del público. Los babilonios se entregaron al juego. El que no adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela entonces) tuvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las cajas el importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los perdedores: el juez los condenó a pagar la multa original y las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para defraudar a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todopoder de la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico.

Poco después, los informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número adverso. Ese laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la primara aparición en la lotería de elementos no pecuniarios. El éxito fue grande. Instada por los jugadores, la Compañía se vio precisada a aumentar los números adversos. 

Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la simetría. Era incoherente que los números faustos se computaran en redondas monedas y los infaustos en días y noches de cárcel. Algunos moralistas razonaron que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más directas.
Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal multiplicaban las puestas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza; los pobres (con envidia razonable o inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual en la lotería, inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria… Un esclavo robó un billete carmesí, que en el sorteo lo hizo acreedor a que le quemaran la lengua. El código fijaba esa misma pena para el que robaba un billete.

Algunos babilonios argumentaban que merecía el hierro candente, en su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía aplicárselo porque así lo había determinado el azar… Hubo disturbios, hubo efusiones lamentables de sangre; pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer término, logró que la Compañía aceptara la suma del poder público. (Esa unificación era necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones.) En segundo término, logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general. Quedó abolida la venta mercenaria de suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel todo hombre libre automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino hasta el otro ejercicio. Las consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. A veces un solo hecho —el tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B— era la solución genial de treinta o cuarenta sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En muchos casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar, hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había unas grietas en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la Compañía; las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad.

Increíblemente, no faltaron murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual, no replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza doctrinal observaba que la lotería es una interpolación del azar en el orden del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo. Observaba asimismo que esos leones y ese recipiente sagrado, aunque no desautorizados por la Compañía (que no renunciaba al derecho de consultarlos), funcionaban sin garantía oficial.

Esa declaración apaciguó las inquietudes públicas. También produjo otros efectos, acaso no previstos por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las operaciones de la Compañía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está por zarpar; pero trataré de explicarlo.

Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general de los juegos. El babilonio no es especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan. Sin embargo, la declaración oficiosa que he mencionado inspiró muchas discusiones de carácter jurídico-matemático. De alguna de ellas nació la conjetura siguiente: Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte —la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo— no estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al fin una considerable reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio de siglos) no entienden sino algunos especialistas, pero que intentaré resumir, siquiera de modo simbólico.

Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla… Tal es el esquema simbólico. En la realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga. Esa infinitud condice de admirable manera con los sinuosos números del Azar y con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que adoran los platónicos… Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en el Tíber: Elio Lampridio, en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que este emperador escribía en conchas las suertes que destinaba a los convidados, de manera que uno recibía diez libras de oro y otro diez moscas, diez lirones, diez osos. Es lícito recordar que Heliogábalo se educó en el Asia Menor, entre los sacerdotes del dios epónimo.

También hay sorteos impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a las aguas del Éufrates un zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de una torre se suelte un pájaro; otro, que cada siglo se retire (o se añada) un grano de arena de los innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a veces, terribles.

Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada declaración, he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa monotonía… Nuestros historiadores, que son los más perspicaces del orbe, han inventado un método para corregir el azar; es fama que las operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque, naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño. Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de la Compañía… Un documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de un sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar. También se ejerce la mentira indirecta.

La Compañía, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren de las que prodigan los impostores. Además ¿quién podrá jactarse de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado ¿no ejecutan, acaso, una secreta decisión de la Compañía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la Compañía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares.


(c) María Kodama. Texto compartido sin ningún afán de infringir derechos. 




miércoles, 20 de diciembre de 2017

Plan de relecturas para 2018



Por supuesto que me gusta leer, de vez en cuando, alguna novedad editorial, pero también revisitar libros que me han gustado en el pasado. Para 2018 he pensado releer libros, en cada mes, de dos autores diferentes, por orden alfabético. Decididos los autores, las obras suyas a releer las decidiré en su momento.


Enero:
Álvarez, José María
Borges, Jorge Luis

Febrero:
Cernuda, Luis
De Cuenca, Luis Alberto

Marzo:
Esquilo
Fante, John

Abril:
Gil de Biedma, Jaime
Hesse, Hermann

Mayo:
Jiménez, Juan Ramón
Kennedy O'Toole, John

Junio:
Lanseros, Raquel
Machado, Antonio

Julio:
Nabokov, Vladimir
Onfray, Michel

Agosto:
Panero, Juan Luis
Quevedo, Francisco de

Septiembre:
Renault, Mary
Shakespeare, William

Octubre:
Tolkien, JRR
Unamuno, Miguel de

Noviembre:
Valle-Inclán, Ramón del
Wilde, Oscar

Diciembre:
Yourcenar, Marguerite
Zweig, Stefan



martes, 12 de diciembre de 2017

De la importancia de ciertas traducciones


Los Ensayos de Montaigne los tradujo por primera vez al inglés un amigo de (Giordano) Bruno, John Florio, que tenía por cierto también una historia de persecución: su padre era un antiguo fraile italiano convertido al protestantismo y refugiado en Inglaterra hacia 1550. Hay constancia de que Shakespeare leyó a Montaigne en la traducción de Florio, y también Francis Bacon. La cultura riquísima del ensayo en inglés procede entera de esa traducción. La cultura poética y narrativa en Inglaterra (por otra parte) están marcadas radicalmente por la traducción al inglés de la Biblia, la llamada King James Bible, que se publicó en 1611. Sin ella no hay Milton, ni William Blake, ni los versículos torrenciales de Walt Whitman, ni la sostenida alucinación de Moby Dick.

-Fragmento del artículo La tradición quemada, de 
Antonio Muñoz Molina, en la revista Mercurio nº 196- 



Portada de la primera edición (1603) de la traducción inglesa de John Florio de los Ensayos de Montaigne


Portada de la primera edición (1611) de la traducción inglesa de la Biblia conocida como Biblia del Rey Jacobo (King James Bible)


domingo, 3 de diciembre de 2017

"La hipótesis Saint-Germain", de Manuel Moyano




He leído esta prodigiosa novela en sólo dos o tres días. Más de la mitad de ella, en una sola tarde. Hace tiempo que no leía un libro así, febrilmente, buscando saber más, destapar más la trama. Manuel Moyano, de quien ya reseñé aquí El imperio de Yegorov, posee esta envidiable capacidad de atrapar al lector. Con muchos autores cuesta entrar en el juego que nos proponen, Moyano en cambio nos atrapa desde las primeras páginas, y ya no nos suelta hasta el final.

La historia de La hipótesis Saint-Germain nos lleva a acompañar a Daniel Bagao, director de una importante revista de ocultismo y esoterismo, y a su desaliñado compinche Ismael Koblin en la investigación del pasado del misterioso millonario Joseph Curran, que Koblin cree que es un inmortal que lleva trescientos años viviendo. Bagao en cambio cree que Curran oculta su pasado por miedo a que se descubran conexiones con los nazis. La verdad sorprenderá a ambos, y al lector. La descripción de personajes y sucesos, y la forma en que todo se explica, hasta el sorprendente final, hace de esta una obra memorable. Muy recomendada. 

viernes, 1 de diciembre de 2017

De mis estados recientes de Facebook (3)



Recordando los enormes sacrificios del pueblo inglés, hace ya más de 75 años, para defender la permanencia en la Tierra del gobierno representativo. Lamentando que un pueblo tan admirable haya elegido no seguir en la Unión Europea. Pensando qué pensaría de ello aquel gran europeísta que fue Winston Churchill, si levantara la cabeza. (9 de noviembre)


Ha fallecido esta madrugada Don Gregorio Esteban Sánchez. ¿Quién?, dirás tú, a lo mejor. Sabrás quién es cuando te diga su nombre artístico: Chiquito de la Calzada. Gracias por las risas, maestro. (11 de noviembre)


Hace 23 años no vivía España un momento especialmente feliz. Pasada la euforia del 92, había un paro galopante, y en los telediarios cada día salía un nuevo caso de corrupción del gobierno socialista. Y un día esa España puso la tele y vio a un señor calvo y bajito diciendo comorl y finstro y no puedorl y moviéndose como una geisha japonesa con calambres.Y esa España redescubrió la risa y el placer de hacer el ganso. Descanse en la paz el héroe que devolvió la alegría a una nación, Chiquito de la Calzada. (11 de noviembre)


Acabo de leer una acertadísima definición de los separatistas catalanes: "paletos provincianos con aires de grandeza" (12 de noviembre)


Hay dos tipos de personas: los que ven restos de antiguos edificios y sólo ven "piedras viejas" que pueden ser arrasadas para hacer un parking, un centro comercial o un bloque de pisos, y los que ven un valioso testimonio de nuestros antepasados, de sus vidas, pensamiento y acciones, la vida hecha materia. Los que arrasarían un mosaico y los que llorarían al conocer su pérdida. (13 de noviembre)


Humphrey Bogart en Casablanca, mítica película. Escribió José María Álvarez en Desolada grandeza: "Bogart sabía que sólo el estilo salva al hombre y lo protege contra el tiempo". Más de setenta años después del estreno de Casablanca aún podemos admirar el gran estilo de Bogart. (13 de noviembre)



Empecé a leer "El mundo clásico: una breve introducción", de Mary Beard y John Henderson. Empiezan hablando del templo de Basas, en el Peloponeso. En el interior de dicho templo había un friso con escenas de la lucha de Heracles contra las amazonas y de los centauros contra los lapitas. Hoy el friso pueden verlo, a la altura de sus ojos y con excelente luz, los visitantes del Museo Británico. Los autores del libro nos invitan a reflexionar sobre el hecho de que el friso, originalmente, estaba a siete metros de altura en el interior de un templo escasamente iluminado. Los devotos no veían nada o casi nada de las escenas representadas en el friso. Entonces, ¿por qué hacer un elaborado friso con 23 paneles esculpidos con decenas y decenas de elaboradas figuras, si nadie va a poder verlo bien? La comprensión de la mentalidad que llevó a hacer ese tremendo trabajo aparentemente inútil facilita la comprensión del mundo clásico, de toda una civilización. Porque la civilización y sus obras no nacen de la nada, sino de personas con mentalidades determinadas, ideas sobre el mundo, los dioses, el hombre, el destino. Si no conocemos esas ideas no podemos entender las obras que de ellas brotan, su forma, función, colocación. (14 de noviembre)



Ayer vi un reportaje, salía un tipo que durante la transición era policía y a quien unos miembros del FRAP le pegaron seis tiros. Le dejaron al borde de la muerte y aún hoy tiene secuelas. Sus atacantes salieron de la cárcel en 1977, tras sólo dos años entre rejas, por la ley de amnistía. De la misma ley se beneficiaron también gentes del bando contrario, policías torturadores por ejemplo. Las víctimas de uno y otro lado piden justicia, pero los partidos principales del Congreso bloquean los intentos de modificar o derogar la ley de amnistía, paso necesario para poder juzgar a aquellos terroristas de izquierda o torturadores de derecha. (18 de noviembre)


En La Bastida, poblado de la Edad del Bronce, vivían unas mil personas, en la época de la guerra de Troya. Era la población más grande de una muy despoblada Europa Occidental. Dicen los expertos en genética y distribución de las poblaciones que de la gente que vivía entonces en La Bastida descienden la mayoría de los españoles. Ahora sé porqué me emocioné la primera vez que pisé tierras de Totana y Aledo: era la alegría de mis genes, al volver a casa. (18 de noviembre)


Zack Snyder está acreditado, por respeto a su trabajo y a las circunstancias que os contaré, como único director de la peli de la Liga de la Justicia. Sin embargo, la peli tuvo que terminarla (tareas de postproducción y rodaje de unas pocas escenas) el guionista de cómics y cineasta Joss Whedon, porque una hija de Snyder se suicidó y éste lo abandonó todo para estar con su esposa y sus otros hijos. Me parece hermoso, dentro de la desgracia, que Whedon aceptara aparecer acreditado sólo como guionista, pese a que trabajó duro como director para acabar la peli en los plazos previstos, y que Warner no recriminara nada a Snyder, sino respetara su duelo. La película cuenta como unos héroes se enfrentan a un villano al que no pueden vencer en solitario. Del mismo modo han apoyado sus compañeros a Snyder, y es bonito ver que en los grandes estudios de Hollywood queda humanidad. (18 de noviembre)


"Para Tucídides la democracia era poco menos que una exaltación, un delirio de masas que, una vez los líderes abandonaban la razón de Estado y tomaban atajos populistas, equivalía a un suicidio" (en "El mundo clásico: una breve introducción", de Mary Beard y John Henderson) (21 de noviembre)


El lineal A de los cretenses, nuestro íbero, la escritura de nudos de los incas. Tanta escritura antigua que aún no podemos leer o que sí podemos leer (el caso del íbero) pero que aún así no entendemos. (26 de noviembre)


Pedro Muñoz Seca:
Este gran autor teatral, autor de, entre otras, la fabulosa "La venganza de Don Mendo", fue fusilado en Paracuellos del Jarama hace 81 años. Su crimen: ser católico y monárquico. También otros fueron muertos por ateos y republicanos. La tolerancia, el respeto a las ideas ajenas, habían sido sustituidos por una furia fraticida. De Muñoz Seca desciende (es su abuelo materno) el escritor Alfonso Ussía. (29 de noviembre)


El islandés Ari Thorgilsson (1067-1148) era llamado "el sabio" porque conocía la sucesión de los reyes de Suecia, de Noruega y de Dinamarca, quién era hijo de quién, sus batallas y hechos. Él mismo descendía de Halfdan Pierna Blanca, quien fue rey en Hedmark (Noruega), hijo a su vez de Olaf Cortabosques, rey en Vermaland (Suecia), hijo a su vez de Ingjald, rey supremo de los suecos en Gamla Uppsala. También conocía Ari la historia de la república de Islandia, aunque esto tenía menos mérito porque Islandia era un país joven entonces (fue fundado en 930). Ari, pues, era sabio en lo referente a la historia de los nórdicos, pero un niño árabe de su época le hubiera puesto en aprietos planteándole problemas básicos de álgebra. Del mismo modo, hay una historia de un sabio árabe que, en una traducción de un viejo texto griego, halló los términos "comedia" y "tragedia" y murió sin saber a qué se referían, tras años y años de fatigar en vano las bibliotecas de Damasco y Bagdad. (1 de diciembre)





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