Admiro a Valle-Inclán, entre otros motivos porque su individualidad, respecto a los demás miembros de su generación (la del 98), es manifiesta. Como dice el prologuista de esta edición, Antonio Valencia, cuando la mayor parte de los demás escribían con la sociología y la política en mente (en medio de la perdida de las últimas colonias y las llamadas a la regeneración) Valle-Inclán era un esteta, un modernista que escribía arte por el arte, buscando no mejorar la sociedad o el país sino, simplemente, escribir bellamente. Cuando se publicó Tirano Banderas (1926), en cambio, su generación, en general, había abandonado en mayor o menor medida esas preocupaciones sociales y él, en cambio, las descubría en sí mismo. Pero aunque Tirano Banderas tiene sociología y política, Valle-Inclan no dejó por ello de mimar el lenguaje. Nunca dejó de ser un modernista, si por modernista entendemos aquel que procura cuidar la forma en lo que escribe. La renovación léxica típica del modernismo, que el modernismo español había procurado por ejemplo mediante el empleo de helenismos o galicismos, aquí, en esta novela, se intenta mediante americanismos. Pero es todo lo mismo, en mi opinión: Valle-Inclán nunca dejó de ser modernista, aunque un modernista que gozaba reinventándose. Ésta es una de las primeras "novelas sobre dictador", veta luego muy fértil (ejemplos: Roa Bastos y su Yo, el supremo; Vargas Llosa y su Fiesta del chivo; García Márquez y su Otoño del patriarca). Lean a Valle-Inclán, por escritor de raza y cuidador supremo de la forma, por precursor de unos y por alumno aventajado de otros, porque dice mucho y lo hace bien, cosa que se puede decir de pocos.
Lo he pasado muy bien leyendo este libro. Y en esta edición además, de la bellísima colección "Selecciones Austral". La cantidad de americanismos parece un obstáculo para el disfrute del libro, pero si uno no se ofusca con eso se da cuenta de que la novela no podría contarse de otra manera, sin esas palabras. Ellas crean el mundo que se cuenta: en esta novela, casi más que en ninguna otra, el lenguaje actúa de demiurgo. Y hay escenas inolvidables, como cuando Filomeno Cuevas se despide de sus hijos para ir a unirse a los revolucionarios. Las palabras que les dice estremecen.
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