Jorge Luis Borges definió a su hermana, la pintora Norah Borges, en este estupendo prólogo de un catálogo de las obras de ella:
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No sé a qué margen del gran río barroso, que un escritor ha bautizado con el nombre de Río Inmóvil, puedo atribuir mis primeros recuerdos de mi hermana. Si corresponden a la margen derecha, que es la de Buenos Aires, debo pensar en unos patios de baldosas coloradas, en un jardín con una palmera y con ceibos y en un barrio modesto; si en la margen izquierda, la de Montevideo, en la gran quinta de mi tío, Francisco Haedo, inagotable y honda, con un mirador de cristales de diversos colores, con muchos árboles, con una pileta sombreada, con un arroyo casi secreto, con dos glorietas y con dos bancos de mampostería en la acera. Los lugares que he enumerado nos servían para fines escénicos. Compartíamos las ficciones de Wells, de Verne, de Las mil y una noches y de Poe, y las representábamos. Puesto que sólo éramos dos (salvo en Montevideo, donde nos acompañaba mi prima Esther) multiplicábamos los roles y éramos, de un momento a otro, las cambiantes personas de la fábula. Habíamos inventado dos amigos inseparables, que se llamaban Quilos y el Molino. Un día dejamos de hablar de ellos y explicamos que se habían muerto, sin saber muy bien qué cosa era la muerte. Otras memorias guardo de largas playas, de andar a caballo por el campo y de arroyos tortuosos. Dejada atrás la infancia, en otras tierras conoceríamos Ginebra, el Ródano y el Mar Mediterráneo.
Norah, en todos nuestros juegos, era siempre el caudillo; yo, el rezagado, el tímido y el sumiso. Ella subía a la azotea, trepaba a los árboles y a los cerros; yo la seguía con menos entusiasmo que miedo. En la escuela el contraste se repitió. A mí me intimidaban los chicos pobres y me enseñaban con desdén el lunfardo básico de aquellos años; no dejaba de sorprenderme que en casa no me hubieran instruido en las voces más comunes del habla. Mi hermana, en cambio, dirigía a sus compañeras. A algunas, las más tontas, les refería complejas y disparatadas historias que ellas no han acabado aún de entender. Nuestro breve universo era cerrado. En casa tuvimos libertad, no fuimos asediados con restricciones; mi padre, profesor de psicología, creía que son los chicos los que educan a los mayores. Con una de nuestras abuelas hablábamos de un modo y con otra de otro; el tiempo nos enseñaría que esos dos modos eran la lengua castellana y la lengua inglesa. Cuando era muy niña Norah no aceptaba una golosina si no me daban la mitad.
Nuestras infancias, como es natural, se confunden, pero siempre fuimos distintos. Sin embargo, nunca dejamos de entendernos; a veces, bastaba una mirada cómplice, otras, ni eso siquiera. Durante toda la adolescencia la envidié porque se encontró envuelta en un tiroteo electoral y atravesó la plaza de Adrogué, un pueblo del Sur, corriendo entre las balas.
Fuera de mis manías, que son muchas, y que ahora abarcan el islandés y el anglosajón, suelo juzgar a las personas por la inteligencia y el valor; Norah, por la bondad y, lo que es más singular, por el parentesco. A mí la gente de mi sangre me atrae pero prefiero a los que han muerto, que puedo imaginar a mi modo; a mi hermana le encantan los parientes, esos primos segundos y terceros, aun cuando vienen de visita. Hace años nos revelaron la existencia de una nieta natural de un abuelo nuestro. Ante la noticia Norah exclamó: “¡Otra persona que adorar!”.
Profesa como yo, el culto de nuestros mayores; cuando fue por primera vez a Inglaterra, nos escribió que hojeaba los libros de los estantes callejeros y sentía, al volver las hojas, que esas queridas e invisibles presencias, iban siguiendo la lectura sobre sus hombros. Abunda en el amor de toda la gente; desde niña había elegido los nombres de sus hijos y de sus hijas. Cada noche rezaba para que todas las personas estuvieran tranquilas en sus casas y los animales en sus cuevas y en sus pesebres. Siempre tendió a considerar la estupidez como una suerte de inocencia; dijo que una amiga suya, de notoria simplicidad, era “como una rosa blanca”. Sin embargo, sabe juzgar; durante la primera guerra mundial llegamos a Lauterbrunnen, en Suiza, y Norah bajó para explorar el hotel. Al rato volvió muy alborotada para revelarnos que en el vestíbulo había un señor muy importante, “un señor que debe de haber sido en su tiempo una gran nulidad”.
Como todas las mujeres inteligentes y lindas, no dejó nunca de pensar que los hombres eran muy simples. Hace unos años, entre las barras del zoológico, todos admiraban al tigre; Norah dijo como si pensara en voz alta: “Está hecho para el amor”.
Literariamente, nunca he logrado convertirla al Quijote, a Dante o a Conrad; en cambio compartimos el amor de Eça de Queiroz, de Rafael Cansinos Asséns y de Dickens, inventor o descubridor de la soledad de la infancia y de sus inconfesables miedos. No pude acompañarla en su admiración por La Città Morta de D’Annunzio. Días pasados me dijo que su libro de cabecera era ahora The Woman in White de Wilkie Collins, libro que en su tiempo gozó de la preferencia de Swinburne.
Hacia mil novecientos veinte, año en que regresamos de Europa, me ayudó a descubrir la ajedrezada y desparramada ciudad de Buenos Aires, nuestra patria. Durante la segunda dictadura, hacia mil novecientos cuarenta y cuatro, padeció un mes de prisión por razones políticas; para no afligir a mi madre, le escribió que la cárcel era un lugar lindísimo. Aprovechaba el obligado ocio para enseñar dibujo a sus compañeras de encierro, que eran mujeres de la calle. Cada noche rezaba su Padrenuestro y se quedaba dormida inmediatamente.
A diferencia de Milton y de Nietzsche, prefirió siempre el Nuevo Testamento al Antiguo. Le desagrada discutir y evade, generalmente con una frase cariñosa, la discusión, que en modo alguno altera sus actos ni sus ideas.
Pueblan sus días el ejercicio del arte y de la amistad. No recuerdo una época en que no le gustara dibujar. En Ginebra estudió dibujo con el profesor Sarkisoff y admiró mucho a Ferdinand Hodler. Cuando fuimos a España su profesor Sarkisoff le dijo: “… y sobre todo no se dedique a imitar a un Zuloaga cualquiera”. En el Museo del Prado en Madrid descubrió que una tela era apócrifa dos o tres años antes que los expertos.
Cuando Norah ensayó la litografía, escribía poemas, pero los destruyó para no usurpar lo que ella juzgaba mi territorio. Recuerdo haber entrevisto una línea cuyo tema era Italia, “tierra donde el arado del campesino puede revelar el mármol de un busto”. Publicó asimismo generosas críticas de arte en una revista casi secreta, Los Anales de Buenos Aires, y las firmó, para no alardear de escritora, con el seudónimo de Manuel Pinedo. Otra vez la misma delicadeza.
Una de sus primeras pasiones fueron los expresionistas alemanes; pintaba crucifixiones, flagelaciones, martirios y violentas contorsiones de mártires. Ahora, como Stefan George, piensa que uno de los fines del arte es dar serenidad. Escribió en una encuesta en La Nación: “El fin de la pintura es dar alegría por medio de los colores y de las formas”. Una vez me aconsejó que no dijera nada que no diera alegría a alguien. Descree del arte ingenuo; planea geométricamente cada una de sus telas. Y si pinta ángeles, es porque está segura de que existen. Amó profundamente a los genuinos prerrafaelistas de Italia y a sus continuadores ingleses del siglo XIX. Le agradan artes y épocas muy diversas, pero ahora la incitan a pintar los frescos del Palacio de Knosos y lo arcaico griego, las figuras del Pórtico de San Isidoro de León, el arte románico, las tapicerías de Flandes del siglo XIII, Lippi y Fra Angelico, el Giotto y Botticelli, Memling. Incomprensiblemente para mí, admira las telas del Greco cuyos paraísos, abarrotados de báculos y de mitras, me parecen más espantosos que muchos infiernos. Le impresionan los arlequines de Picasso y los caballos de De Chirico. Últimamente se ha enamorado del arte celta que no tolera los espacios en blanco. Pero le importan las escuelas menos que los pintores y los pintores menos que cada obra.
Es una minuciosa y rápida retratista, pero sólo dibuja los rostros que verdaderamente le interesan. A un pintor que preparaba la exposición de una galería de escritores y otra de cirujanos, le preguntó cómo podía saber de antemano que todas esas caras iban a despertar su atención.
Norah padeció la desdicha, que bien puede ser una felicidad, de no haber sido nunca contemporánea. Cuando en la década del veinte regresamos a Buenos Aires, los críticos la condenaron por audaz; ahora, abstractos o concretos —las dos palabras son curiosamente sinónimas— la condenan por representativa.
No dejó nunca de atraerle el pasado inmediato: las quintas del Oeste y del Sur, los jarrones y las glorietas, los anillados llamadores de bronce, los medallones que acaricia una mano, las balaustradas, un laúd, también los ángeles musicales, las niñas, los adolescentes que unen la serenidad al asombro. Estas litografías rescatan esos paraísos perdidos de la niñez: los vacíos patios ajedrezados, la campesina casi niña que acuna contra el pecho al hijito, el inexplorado globo terráqueo que mira el absorto estudiante, la fuente de Nîmes que recuerda las escaleras, los mármoles y el follaje del parque oscuro de Adrogué, esa joven que medita y sueña asomada a la ventana y a las imaginarias amigas que silenciosamente comparten un pequeño libro secreto. Empezó siendo rígida, casi heráldica: después, su mundo se abrió a las formas trémulas de los pétalos, de los árboles y de los pájaros. La hospitalidad de su espíritu se advierte en las compartidas manos de las amigas, en las ternuras de imágenes como “Tobías y el ángel” y en esos graves y distantes jóvenes que transfiguran los soñados por Proust.
Juzgar a una persona cercana y muy querida es correr el riesgo de que nuestro dictamen parezca meramente interesado o convencional. Se teme exagerar o retacear el merecido elogio. En el caso presente sé que a mi lado hay una gran artista, que ve espontáneamente lo angelical del mundo que nos rodea, tan desaprovechado por otros cuya costumbre es la fealdad.
Escribir este prólogo ha sido para mí una suerte de necesaria felicidad. Mucho le debo a Norah, más de lo que pueden decir las palabras, menos de lo que pueden significar una sonrisa y el compartido silencio.
Buenos Aires, julio de 1974