El ateísmo no es una posición intelectual rara, feroz y anticlerical. Tampoco es una doctrina filosófica que necesite ser demostrada o justificada con argumentos refinados y abstrusos. Y desde luego, el ateísmo no es, en absoluto, una postura inmoral. Sin embargo, si uno escucha los mensajes que nos ha dedicado el Papa en su reciente visita a España, o los que propaló en Gran Bretaña, uno se lleva la impresión de que el mundo está realmente amenazado por una doctrina endiablada que defienden los ateos y laicistas.
Los ateos actuales son personas bastante cultas, que respetan que haya otras personas a las que les guste adoptar creencias irracionales que ellos no comparten. En realidad, los ateos no tienen que esforzarse mucho en defender su posición intelectual; lo que sí les resulta complicado es entender que un creyente asuma como propiedades de la divinidad, y sin mayores problemas, cosas mucho más increíbles que las que los niños atribuyen a Papá Noel.
Es verdad que los ateos prefieren el laicismo en la vida pública, es decir, que las leyes no sean confesionales y los poderes públicos no asignen privilegios a los miembros de ninguna confesión religiosa. Pero nadie debe extrañarse por ello: la experiencia histórica demuestra que la mezcla de creencias religiosas y poder político sólo ha servido para provocar guerras y matanzas, sobre todo en la cristiana Europa.
Muchos creyentes religiosos creen que si Dios no existe todo está permitido, y por eso son incapaces de entender el valor moral del ateísmo. Pero la experiencia histórica confirma lo contrario: es en nombre de Dios como se han cometido los mayores atropellos a la humanidad. Los ateos tienen una responsabilidad ética muy exigente, porque no disponen de ninguna coartada para justificar o ver perdonado un eventual comportamiento inmoral.
Si todo esto es así, y yo estoy convencido de que lo es, ya va siendo hora de reivindicar un derecho elemental: el derecho de ateísmo, el derecho a no tener que justificar la no adscripción a ninguna creencia religiosa, el derecho a sentirse ofendido si alguien, aunque sea el Papa o el ayatolá más respetable, identifica el ateísmo con la maldad, y a que esta actitud intelectual y moral sea reconocida y respetada de la misma manera y con el mismo rango, al menos, que las creencias religiosas que el ateo no acepta por considerarlas irracionales, falsas o perniciosas.
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