Miguel de Cervantes estaba enfermo, con fiebre, el 7 de octubre de 1571, fecha de la gran batalla naval de Lepanto. Podía haberse quedado bajo cubierta, pero la sola idea de que alguien pudiera tildarle de cobarde le causaba horror.
Años después estuvo preso en Argel. Prefirió sufrir tortura antes que delatar a otros.
Después, ya libre y en España, consiguió un trabajo de recaudador de impuestos. Fue encarcelado, acusado de quedarse con dinero recaudado. La sola idea de que alguien que en Lepanto y en Argel dio sobradas muestras de nobleza y honorabilidad pudiera ser un ladrón, traicionando la confianza puesta en él como recaudador, repugna a mi conciencia. Estoy plenamente seguro de que Miguel de Cervantes Saavedra nunca se apropió de una sola moneda que no le perteneciera en justicia.
Tiempo después escribió el Quijote, el segundo libro más leído después de la Biblia. Para él esto no fue algo importante. Siempre, hasta el último momento de su vida, pensó que lo más importante que hizo fue participar, como simple soldado, en la batalla de Lepanto, en la que la civilización cristiana frenó al turco. Hasta la herida que le causó la pérdida permanente del uso de un brazo (aunque no la amputación) la daba por buena, pues la sufrió en esa ocasión, "la más grande que vieron los siglos" según sus propias palabras.
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