Españoles de "la nueve", compañía blindada integrada en la división Leclerc, entrando en París tras su liberación. Dibujo: Paco Roca.
Cuando la guerra civil española estalla en julio de 1936 muchos chicos se enrolan para defender la república frente al fascismo. Fueron derrotados, pero, en ese año de 1939, algunos se niegan a aceptarlo. Huyen de España, estalla la segunda guerra mundial, ven una nueva oportunidad, quieren su victoria, la que creen que merecen, la que creen que la democracia merece. Se enrolan en la legión extranjera francesa, en la división de Leclerc, o en cualquier otra división o cuerpo de ejército aliado. Luchan en el norte de África apoyando a Montgomery, participan en el desembarco de Normandía, reconquistan París, no dejan de luchar hasta que las esvásticas nazis son derribadas en Berlín. Luchan por toda Europa como lo habían hecho en la defensa de Madrid o en el frente del Ebro. En septiembre del 45 acaba la guerra. Los que han sobrevivido a nueve años de guerra al fin tienen su victoria. Reciben condecoraciones, pensiones, la nacionalidad francesa. Se pasa menos vergüenza por ser español, o se siente más orgullo, cuando se piensa en estos compatriotas que atravesaron nueve años de infierno luchando. Que al final lograran su victoria es lo de menos: es la cabezonería de no aceptar la derrota lo que importa. Que fueran "rojos" tampoco importa: hasta alguien de derechas debería admirar esa decisión de no rendirse. Es tal vez el último ejemplo del impulso que construyó España, que expulsó a los invasores árabes de nuestra tierra, que levantó un imperio en el que no se ponía el sol.
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