Amo mi biblioteca. En mi casa no hay joyas ni dinero, sólo libros. Las mejores mentes de Occidente están en mis estanterías. Y, por supuesto, entre ellos, los franceses: los poetas (Apollinaire, Rimbaud, Baudelaire, El cementerio marino de Válery, Lautréamont, Jouve, Pierre Louys), El principito de Saint-Exúpery, las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, Voltaire (su Tratado sobre la tolerancia, su Filosofía de la Historia), varias ediciones de Montaigne (incluida una de 1917 de la legendaria editorial Calleja), el libro sobre la decadencia y ruina del imperio romano que escribió Montesquieu, algunas obras del filósofo ateo y hedonista Michel Onfray, las memorias de Napoleón, la Description de l'Egypte (el libro, de hermosísimas láminas, que inauguró la ciencia de la egiptología, yo lo tengo en una preciosa edición de Taschen), Chateaubriand...
Para aquellos que creen que los países han de regirse por su único libro, el Corán, la prolijidad de libros de la Francia y su secular laicismo son una ofensa, un crímen. Para mí, un motivo poderoso para amar ese país. También lo creyeron otros no franceses: el austríaco Zweig, que dedicó libros a Fouché o a María Antonieta, o mi maestro Álvarez, que le dedicó uno a Talleyrand, y que tiene casa en París. O el rumano Cioran, que se hizo francés y que en Sobre Francia escribió, entre otras cosas, esto:
Francia es Nuestra Señora de París reflejada en el Sena: una catedral que rechaza el cielo.
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