Reseña publicada originalmente en Que no amanece nadie, el 18 de abril de 2009
Sólo dudar es ciencia, dijo el sabio. También es sabido cómo René Descartes fundó en la duda las raíces de la filosofía moderna. Para Antonio Llorente Abellán la duda debe ir más lejos, establecerse como fundamento del escribir poético y del mismo estar en el mundo, del vivir.
En este libro, errático en apariencia, el autor condena la tibieza cargada de certezas del hombre contemporáneo desde su lúcido y ardiente compromiso con la duda. Hay también pesimismo y tristeza, sí, pero trascendidas hasta ser razón de vida, una vida que se prefiere así antes que vivida en el necio optimismo o en la vacía alegríaque se vende en los supermercados.
Antonio Llorente Abellán es la catedral que se construye encima de la herida, la herida de estar vivo y ser consciente en medio de seres que parecen muertos en vida, alegres inconscientes, esclavos del consumismo y la televisión, de la moda y de las creencias heredadas acríticamente.
Este libro, aunque signado como ensayo, consiste en una serie de prosas poéticas, un diario de un poeta de provincias afiliado al pensamiento, a la contemplación entre amarga y compasiva de las niñas en flor, de las tardes, de los seres todos, de la lluvia o de la noche. Hermoso como la tentación de los precipicios, El apocalipsis no ofrece verdades, sólo perplejidades, humo de cigarrillo, soledad, amores que se van, como se nos va la vida...
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