Reseña publicada originalmente en Que no amanece nadie el 8 de marzo de 2010.
Parece mentira que yo haya vivido tantos años, tanto tiempo, sin haber leído esta obra fundamental, esta dolorida prosa poética, este diario íntimo con alma de paloma con alas mutiladas, de guardería derruida, de tardes luminosas abolidas para siempre.
En esta pieza maestra, en este asombroso breviario de dichas y dolores, Umbral registra la enfermedad y la muerte de su hijo, del ser que hacía bella la vida y que se torna sagrado tras su muerte. El libro se torna tótem o ara a la memoria del dios niño, del breve y dorado querube tras cuya muerte la vida perdió, para Umbral, todo sentido y toda belleza. El mundo delató cuánto de necio es cuando toleró que muriera aquello que sostenía con su vida el mundo entero. Muerto el pequeño Atlas, quedó el mundo sumido en el vacío, sin sujección, sin sentido.
Una preciosa muestra de orfebrería verbal brotada del dolor como de una fuente de sangre.
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